lunedì, dicembre 16, 2013

The dark side (of december's moon)

Muchas expectativas que se van desmoronando conforme pasan los años. Ingenuidad, apego o inocencia que gradualmente se estampan contra la realidad de estos tiempos, contra el "espíritu de estos tiempos" que fácilmente vacía de sentido a la existencia y nos arroja como huérfanos a buscar en el consumo y en las relaciones un asidero para nuestra frágil identidad.

Y pensar que yo era tan ingenuo para evocar desde todo mi ser "mes de paz, mes de amor". Como si en verdad se decretara una tregua universal y el odio y el conflicto se transmutaran durante este mes. Ahora lo veo con claridad: no hay tal tregua, nosotros la creamos en la medida de nuestras posibilidades (nuestra consciencia, nuestro presupuesto, nuestros supuestos). Sin duda, cuando las tinieblas se hacen más grandes, más presentes, es porque pronto va a surgir la luz nuevamente. Es el mes más oscuro del año (en nuestro hemisferio norte, los que viven cercanos al Ecuador seguramente pueden ver más claramente a través de esta falacia...) y esa oscuridad nos devuelve a nuestros instintos animales tan mecánicamente sometidos y queremos sentir el calor humano, queremos asegurar el alimento para nuestros cuerpos, estar juntos cuando todos parecen estar juntos. Las postrimerías del año que nuevamente se precipita a "terminarse", nuestra cuenta de los días, católica, apostólica y romana que es tan cuadrada e igual que nos da esa sensación de seguridad, esa ilusión de que al menos, en lo que corresponde a la nomenclatura de los días, un año se parece o es igual al otro. Tal vez solamente algunos sientan reverencia por encontrarse nuevamente ante el eterno retorno, siempre arrojados en este vaivén cósmico de proporciones desconocidas cuyo argumento final desconocemos, o bien, preferimos desconocer.

¿Inconsciencia? ¿Ingenuidad? ¿Arrogancia? No lo sé. Tal vez una desafortunada mezcla de esos tres ingredientes con muchas otras emociones más que si nos descuidamos tantito, si bajamos la guardia para tratar de encontrarnos con nosotros en un punto muerto donde la sinceridad pueda flotar, nos dejan desnudos frente al viento frío del invierno. Así, frágiles, nos cubrimos tímidamente las heridas con el manto de una compasión que nomás no fluye, con una empatía que nomás no se hace presente.

Y pensar que en mi tierna infancia yo grababa en formato beta los especiales navideños que pasaban en la televisión, en el "canal cinco", que redactaba cartas para los Santa Closes inexistentes, todas cargadas de ambiciones materiales que nunca acababan de satisfacer mis sueños infantiles porque al tener el objeto no se llenaba el vacío interior que siempre está presente y que nunca se llena con lo material, nunca. Ahora todo me parece un tanto cruel y otro tanto ingenuo, además de edulcorado hasta el extremo con oropel chino, figuras de plástico absurdas (como animales de nieve en un rincón tropical) y multitudes ansiosas atiborrando los centros comerciales: tanto por empujar a los padres a tratar de satisfacer los sueños de sus hijos haciéndole de compradores anónimos para una figura que se hace pasar por bonachona y omnipresente, como también por a la ilusión infantil de que efectivamente existe tal personaje y que se puede tener una comunicación epistolar "una vez al año" en la cual, este hombre gordito y de barba, de alguna manera  premiará nuestro buen o mal comportamiento. Regalos, regalos, regalos. Estamos dilapidando todo el poder de una verdadera economía del regalo concentrándola en una sola temporada al año, precipitando la adquisición de objetos que lo más probable es que terminen guardados: otro sueter, otra camisa, otro artículo que llena el espacio del compromiso pero que no nutre nuestra esencia, no satisface los reclamos que genuinamente tenemos (porque también, la autenticidad o razón de ser de esos reclamos están enterrados bajo capas y capas de marketing agresivo). Y ponemos tanta expectativa en estos objetos, tanta... Unas palabras de aliento, un momento de verdadera escucha compasiva y de intercambio profundo llenarían más el vacío que cualquiera de estos objetos. Al final, muchos niños sufren cuando se enteran de la realidad, de que el famoso Santa Clos no existe. En mi caso, me aferré a suponer su existencia, a pesar de que me dijeran en varias ocasiones que no existía. Ahora recuerdo la respuesta que me dio una vez mi madre, cuando todavía tendría 9 o 10 años y le hice la pregunta mientras estaba al volante: "somos los papás, pero si tu quieres seguir creyendo que existe puedes seguir creyendo", y yo afirmé, de manera totalmente definitiva que seguiría creyendo. Me parecía que si mi creencia era lo suficientemente fuerte, podría sostener y hasta crear ese mundo fantástico de regalos para todos (y entonces, tal vez, habría finalmente regalos para todos). Fue cuando me rompieron mi creencia a fuerzas que me dolió. Cuando me lo volvieron a afirmar, cuando ya no existió ese apoyo de "puedes seguir creyendo" fue que verdaderamente perdí el piso y lloré.

¿Porqué entonces crear esas falsas expectativas? ¿A quién hacen felices? ¿Acaso hacen verdaderamente felices a los niños? Tengo mis dudas. Si recibes TODO lo que quieres, no es bueno para tu carácter, "aunque te lo hayas ganado" por haber "sacado buenas calificaciones en la escuela". Si no recibes todo lo que quieres, te queda la insatisfacción de haber recibido ese juguete en lugar del otro (que tal vez figuraba primero en la lista de prioridades, ¿pero cómo podría el binomio Santa Clos-papás saberlo?). Si no recibes nada, te abruma el sufrimiento al ver a los demás niños recibir juguetes. Pienso ahora en mi hijo y creo que no crearle esas expectativas sería mejor para su carácter. Tal vez no pueda yo disfrutar de su cara de sorpresa cuando vea los juguetes bajo el árbol la mañana del 25, pero no habría ilusiones o expectativas que se rompan en sufrimiento, tal vez, el darle el "status" de destructor de ilusiones le venga bien tanto a él como a este mundo lleno de ellas. Ahora bien, del otro lado, ¿les genera verdadera felicidad a los padres la ilusión de Santa Clos? Si el crédito se lo lleva un gordito bonachón omnipresente que más bien parece vendedor de Coca Cola y por tanto puede confundir mucho la tierna imaginación del infante. Además, me parece excesivo el repetir año con año la maniobra de tratar de descifrar qué es lo que más desea nuestro hijo, qué es lo que verdaderamente merece, dónde se lo podemos conseguir, conseguirlo en tiempo y forma adecuada, esconderlo y depositarlo de manera impecable. Tantos padres obligados a esta maniobra, para que al final se acumulen juguetes que ahora hasta resultan peligrosos por los materiales con los que están elaborados. Creo que a los que hace verdaderamente felices son a los accionistas de las multinacionales que hacen los juguetes en fabricas miseria con mano de obra esclava (o casi esclava) y gastan en las campañas de marketing. Creo que es mejor mantener puro el imaginario de mi hijo de los tóxicos comerciales de super héroes ficticios y en cambio alimentarlo con figuras más llenas de significado y sin duda más formativas. Inventar otro ritual, otro procedimiento para sacar los deseos materiales y satisfacerlos. Al final de cuentas, no es una obligación en este país cumplir con el requisito de Santa Clos, solamente hay que ser inmune al qué dirán.

Ese es un detalle, ese es uno solo de los misterios del lado oscuro de estas fiestas: tanta expectativa para un solo día, tantos sentimientos acumulados para una fecha en el calendario, en lugar de poder expandir el sentimiento de amor familiar y fraternal a lo largo de toda nuestra vida, a lo largo del recorrido de los días.

Además, en realidad, Jesus, el Cristo, profeta de Allah, no nació el 25 de diciembre. Así como ahora es una genial maniobra del imperio financierista para mantener la maquinaria de consumo en marcha, en su momento fue una genial maniobra del imperio eclesiástico para evangelizar a los pueblos paganos de europa, que celebraban el solsticio de invierno.