Cuando los diablos desembarcaron en nuestras costas nosotros vivíamos tranquilos y sin la sombra de la duda, porque estábamos seguros que los dioses nos habrían de proteger. Y pensar que nuestros sacerdotes nos advertían, desde siempre, de los peligros que corríamos ¡nos hablaban de la muerte que habría de llegar del mar! Un día, nos decían, la noche y la oscuridad habrían de caer sobre nosotros; nos arrasaron millares de diablos sedientos de sangre, que acabaron hasta con el último hombre de esta región. Todo lo que sucedió había estado previsto. Pero los dioses han querido enceguecerse, tal vez para castigarnos por nuestras culpas, o porque estaba escrito en el libro del Destino que nuestros hombres habrían de morir en ese modo horrible, en manos de los diablos de ultramar. Han sido ellos, los dioses, quienes nos han arruinado. Por eso yo, hasta mi último día, me comportaré como si no existieran. Muertos los hombres, deben morir también los dioses, y sus nombres se deben hundir en el olvido, ¡junto con el recuerdo de nuestra infeliz nación!
Yo, Camila, soy hija del rey-sacerdote Metabo, asesinado por traición en la noche de la vergüenza y de la sangre. Era yo la virgen elegida de mi pueblo: la joven que debía casarse con un rey del pueblo vecino, para garantizar a todos la paz. Mis cabellos del color de fuego, largos hasta la cintura, han hecho que para mí esa noche fuese todavía peor que para mi madre y mis hermanas. Por eso yo, ahora, llevo la cabeza rasurada. Yo estoy muerta: y si continúo moviéndome en el mundo, es solamente porque espero vengarme, aunque sea en una mínima parte, de todo aquello que he tenido que sufrir. Morí cuando el palacio de mi padre fue incendiado, y los hombres de mi familia y de todas las familias de mi pueblo fueron asesinados. Por una noche entera, hasta el amanecer, los gritos de los agonizantes se mezclaron con el ruido de las llamas y los derrumbes, en el estruendo tan horrible que de tan solo recordarlo, ¡se me hiela la sangre! Después, al amanecer, cuando nuestros hombres estaban ya todos muertos, nosotras las mujeres fuimos arrastradas hacia un campo abierto en las márgenes de la ciudad, porque teníamos que servir en la fiesta de los vencedores. He visto a los diablos venidos del mar beber el vino directamente del cuello de las ánforas de mi padre, después de haberlo diluido con el agua de la fuente sacra, ¡revolviéndolo con las espadas todavía manchadas de sangre! He escuchado sus gruñidos y sus gemidos de placer mientras me violaban. El primero en hacerlo, aquel que me ha quitado la virginidad, ha sido su líder Eneas: un hombre gordo y asqueroso, más viscoso que un caracol y más apestoso que un cerdo. Después he sido arrastrada en medio de la plaza y ahí se me han venido encima, uno después del otro, no se cuantos diablos, mientras lloraba y gritaba. Creo que llegué a perder el sentido. Estaban todos circundándome, queriendo violarme, por mis malditos cabellos rojos. Al final, enfurecidos por el vino, han empezado a molestarse entre ellos, y he podido escapar, sin siquiera entender que cosa estaba haciendo. Me he puesto a correr hacia el bosque como nunca había corrido hasta entonces, y he continuado hasta que tropecé y caí en la tierra; pero mientras tanto había logrado poner entre mí y los diablos una distancia suficiente para que no me volvieran a atrapar. Después de vagar un poco por el bosque encontré otra mujer cubierta de sangre de la cabeza a los pies, como yo, a causa de todas las plantas espinosas que habíamos atravesado.
Yo, Camila, soy hija del rey-sacerdote Metabo, asesinado por traición en la noche de la vergüenza y de la sangre. Era yo la virgen elegida de mi pueblo: la joven que debía casarse con un rey del pueblo vecino, para garantizar a todos la paz. Mis cabellos del color de fuego, largos hasta la cintura, han hecho que para mí esa noche fuese todavía peor que para mi madre y mis hermanas. Por eso yo, ahora, llevo la cabeza rasurada. Yo estoy muerta: y si continúo moviéndome en el mundo, es solamente porque espero vengarme, aunque sea en una mínima parte, de todo aquello que he tenido que sufrir. Morí cuando el palacio de mi padre fue incendiado, y los hombres de mi familia y de todas las familias de mi pueblo fueron asesinados. Por una noche entera, hasta el amanecer, los gritos de los agonizantes se mezclaron con el ruido de las llamas y los derrumbes, en el estruendo tan horrible que de tan solo recordarlo, ¡se me hiela la sangre! Después, al amanecer, cuando nuestros hombres estaban ya todos muertos, nosotras las mujeres fuimos arrastradas hacia un campo abierto en las márgenes de la ciudad, porque teníamos que servir en la fiesta de los vencedores. He visto a los diablos venidos del mar beber el vino directamente del cuello de las ánforas de mi padre, después de haberlo diluido con el agua de la fuente sacra, ¡revolviéndolo con las espadas todavía manchadas de sangre! He escuchado sus gruñidos y sus gemidos de placer mientras me violaban. El primero en hacerlo, aquel que me ha quitado la virginidad, ha sido su líder Eneas: un hombre gordo y asqueroso, más viscoso que un caracol y más apestoso que un cerdo. Después he sido arrastrada en medio de la plaza y ahí se me han venido encima, uno después del otro, no se cuantos diablos, mientras lloraba y gritaba. Creo que llegué a perder el sentido. Estaban todos circundándome, queriendo violarme, por mis malditos cabellos rojos. Al final, enfurecidos por el vino, han empezado a molestarse entre ellos, y he podido escapar, sin siquiera entender que cosa estaba haciendo. Me he puesto a correr hacia el bosque como nunca había corrido hasta entonces, y he continuado hasta que tropecé y caí en la tierra; pero mientras tanto había logrado poner entre mí y los diablos una distancia suficiente para que no me volvieran a atrapar. Después de vagar un poco por el bosque encontré otra mujer cubierta de sangre de la cabeza a los pies, como yo, a causa de todas las plantas espinosas que habíamos atravesado.