vino, mujeres y baraja
que la vida se me está acabando
Anónimo llanero del siglo XX
que la vida se me está acabando
Anónimo llanero del siglo XX
Chicontepec es un lugar en la huasteca Veracruzana. Cercano a Hidalgo, dividido sólamente por la continuidad de cerros que crean arroyos sinuosos, centenares de pueblos, sobrevivientes que mascan maíz y se aferran a sus huesos para hacerle la batalla a la vida. Quien sabe, tal vez batalla a la muerte.
Dicen algunos que recorrieron Chicontepec hace más de 50 años que ese pueblo, fundado en la cima de un cerro, inaccesible en aquél entonces, pudo haber sido fundado por algún matón que no quería ser encontrado. ¡Y para que rodearse entonces de multitud! Pasa por mi mente mi amigo que me hizo saber que los indígenas, desde antaño, vivían en los cerros, no en los llanos. Matones, hacedores de viudas, que abundaban entonces, con el revolver listo bajo el jorongo, con el disparo a flor de labios (pues cualquier palabra podía tomarse como provocación directa, motivo para soltar los humos de la pólvora) ahora son los propietarios de las casas más grandes que se encaraman en las partes más encrespadas del cerro.
Chicontepec hoy, con caminos estrechos para automóviles y camiones, recibe aquellas cosas que trae esa máquina del hombre, que devora tradiciones y riquezas naturales para excretar progreso. Los indígenas, cada vez más pequeños por la reducción de nutrientes de su dieta, recorren con sus piernas robustas, para arriba y para abajo el pueblo, con la intención de vender su cosecha, y tal vez comprar cigarrillos, un tamal, o alguna de esas fantasías de la modernidad, adornadas con oropel y brillantina. Veo a las mujéres indígenas vendiendo el trabajo de sus días por unos pesos que me suenan simbólicos, veo deshacerse esa tradición al contemplar a las generaciones que vienen hablando español y desdeñando el náhuatl. Doy una funesta predicción de que para el 2020, ya no habrá más indios santos caminando en prendas blancas de algodón, color de nube.
Adios Chicontepec, lejos estoy ahora de tu bar Cosmos, donde atiende el trasvesti Giovanni. Ella, él, es una mujer atrapada en cuerpo de hombre que es apoyada por la matrona que durante más de 40 años ha sacado adelante a mujeres solas, vendiendo comida, vendiendo abarrotes.
Mientras haya tamal de zacahuil, habrá esperanza. (o al menos estómagos satisfechos)
Dicen algunos que recorrieron Chicontepec hace más de 50 años que ese pueblo, fundado en la cima de un cerro, inaccesible en aquél entonces, pudo haber sido fundado por algún matón que no quería ser encontrado. ¡Y para que rodearse entonces de multitud! Pasa por mi mente mi amigo que me hizo saber que los indígenas, desde antaño, vivían en los cerros, no en los llanos. Matones, hacedores de viudas, que abundaban entonces, con el revolver listo bajo el jorongo, con el disparo a flor de labios (pues cualquier palabra podía tomarse como provocación directa, motivo para soltar los humos de la pólvora) ahora son los propietarios de las casas más grandes que se encaraman en las partes más encrespadas del cerro.
Chicontepec hoy, con caminos estrechos para automóviles y camiones, recibe aquellas cosas que trae esa máquina del hombre, que devora tradiciones y riquezas naturales para excretar progreso. Los indígenas, cada vez más pequeños por la reducción de nutrientes de su dieta, recorren con sus piernas robustas, para arriba y para abajo el pueblo, con la intención de vender su cosecha, y tal vez comprar cigarrillos, un tamal, o alguna de esas fantasías de la modernidad, adornadas con oropel y brillantina. Veo a las mujéres indígenas vendiendo el trabajo de sus días por unos pesos que me suenan simbólicos, veo deshacerse esa tradición al contemplar a las generaciones que vienen hablando español y desdeñando el náhuatl. Doy una funesta predicción de que para el 2020, ya no habrá más indios santos caminando en prendas blancas de algodón, color de nube.
Adios Chicontepec, lejos estoy ahora de tu bar Cosmos, donde atiende el trasvesti Giovanni. Ella, él, es una mujer atrapada en cuerpo de hombre que es apoyada por la matrona que durante más de 40 años ha sacado adelante a mujeres solas, vendiendo comida, vendiendo abarrotes.
Mientras haya tamal de zacahuil, habrá esperanza. (o al menos estómagos satisfechos)
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